La muchacha intuyó algo. Tenía miedo de confirmar sus sospechas acerca de lo que aún albergaba la esperanza solo fuera producto de su imaginación. A medida que pasaban los segundos se le íba formando en la garganta un nudo tan fuerte que hasta temió que se le fuera a partir. Tal vez las palabras que, a ella, le habían sido vetadas para la eternidad, tal vez las palabras que nunca debieron pronunciarse actuaban ahora como una mordaza que casi la dejaban sin aire. Notó que su cuerpo se debilitaba de repente, como una médium recién salida del trance, toda la fuerza y vigor de que disfrutaba hacía unos minutos habían desaparecido, a la par que la pequeña ilusión que tanto se había esforzado en cultivar, le estaba siendo arrancada. En lo más profundo, se sentía como el desolado jardín que, a causa de la acción despiadada de unos vándalos, ha perdido la última flor que le daba sentido. Las lágrimas reprimidas le presionaban las sienes y le provocaba una cada vez más intensa sensación de quemazón en los ojos. Deseó encontrarse en un estadio de fútbol, tan grande y aislado, donde nadie pudiera oirla. Y gritar. Gritar hasta quedarse sin voz, hasta partirse la garganta, ya no le importaba. De sus ojos comenzaron a brotar lágrimas, escasas al principio pero más numerosas a medida que avanzaban las primeras, simulando al corredor que sale en primera posición y anima al resto a seguirle con furia a ver quién gana finalmente la competición. En segundos, su rostro quedó bañado por la humedad. Por sus labios comenzaron a escaparse algunos sollozos. Creyó que podría axfisiarse con su propio aliento contaminado por aquellas palabras las cuales maldijo para siempre haber dicho. Con el transcurrir de los minutos, la tensión acumulada se fue descargando a través de sus ojos, queriendo con cada una de sus lágrimas sustituir su dolor por el alivio. En algún momento, confió en llorar tanto que se sequase hasta la última gota de su cuerpo y evaporarse. Desintegrarse convertida en polvo hasta desaparecer, como había visto en las películas de terror. Se quedó mirando a un punto fijo, como si realmente se encontrase en un estadio de fútbol, alejada de todos, solos el mundo y ella. Y allí tumbada en el cesped, con los ojos clavados en un cielo hoy sin estrellas, se asombró al notar su respiración más agitada que nunca, casi jadeante. Los látidos de su corazón sonaron igual de veloces en otra ocasión, pero con un efecto muy diferente a cómo lo estaban ahora. Aunque aún le quedaban kleenex suficiente para llorar todo lo que le apeteciese, sus ojos estaban secos como la tierra árida de aquél jardín después del incendio. Sabía lo que vendría a continuación, una sucesión de sentimientos que, si bien era consciente de que podría sobrevivir a ellos, no quería permitir que se produjeran. Y así se quedó, mirando al cielo. Deseando que el amanecer no llegara nunca, que la noche durase toda la eternidad y, de este modo, no tener que despertarse, no volver a pensar.
lunes, marzo 17, 2008
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