La semana pasada me ocurrió algo curioso. Íba de camino al trabajo y justo traspasando la plaza de El Duque junto al Corte Inglés me crucé con un chico. Aunque iba relajada, eso es lo bueno que tiene el optar por ir caminando en lugar del bullicio del tráfico, los coches, los retrasos de hora, que tú puedes marcar el ritmo, te da el sol, el vientecillo en la piel, puedes encontrar algo interesante en los escaparates (esto es una ventaja si tienes que hacer un regalo) y observar el ir y venir de la gente puede llegar a cambiarte la cara. Pues aunque íba relajada, también lo estaba distraída, pensando en mis cosas. No me habría fijado en el chico si no fuera porque él se me quedó mirando, y sonriendo. Esto me sorprendió. La verdad es que su cara me sonaba y mucho, pero no tenía ni idea de quién podía ser. Durante esos escasos minutos en que duró nuestro cruce, y los minutos siguientes intenté descubrir de dónde le conocía. La cosa es que su cara me era muy familiar, mucho. Lo conozco sí, pero ¿de qué?. En un momento dado, lo recuerdo: ¡Claro, del teatro!. Este chico es actor, sí del teatro me suena bastante, no sé su nombre pero estoy segura de que lo he visto allí. Y además ha sido en el teatro "La imperdible" que está junto a mi piso. Misterio resuelto. O casi. Porque yo sé de qué le conozco a él pero, y él...¿de qué me conoce a mí? Dudo mucho, que en plena actuación tenga la conciencia y sangre fría como para fijarse en la gente que está entre el público. Más cuando en primera fila tampoco me he sentado. La cosa es que este chico, su mirada y su sonrisa y, sobre todo, el misterio de por qué esa mirada y esa sonrisa me hicieron compañía toda la tarde.
En otra ocasión contaré que es lo que tiene el teatro para que sea un mundo tan mágico, al menos para mí. Y desde cuándo.